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Reflexiones y vivencias de un «erre veintisiete»

Compartimos con vosotros este artículo, inspirador e interesante, de Manuel Martín Fernández:

Ser médico de familia hoy y aquí

Manuel Martín Fernández

Especialista en Medicina Familiar y Comunitaria
EAP Toreno. León

A los 60 años a uno le gusta transmitir lo que es vivir apasionado, apasionado y seducido por esta hermosa profesión del servicio a la salud.

Con 23 años saqué mi primer MIR y con el número 576 no puede elegir Medicina de Familia y me tuve que contentar con Medicina Interna. Siendo R2 renuncié a la plaza y me marché 15 años a la selva amazónica del Perú. A la vuelta, después de 1 año en paro, hice mi segundo MIR y me di el lujazo de, con el número 36, escoger Medicina Familiar y Comunitaria.

 

¿Por qué? Son muchas las razones, una de ellas puede ser la certeza absoluta de que jamás le diré a un paciente «de lo mío no tiene nada» porque todo aquel que se acerque a mí siempre tendrá algo de lo mío y, más aún, con aquel que no se acerque tendré la responsabilidad moral de ser yo el que me acerque a él.

 

Ser médico de familia es servir a la persona en plenitud, en todas sus dimensiones, trascendiéndole a él mismo, llegando a su familia y su comunidad; me atrevo a decir que es una de las mejores formas de ser MÉDICO con mayúsculas, en la vida y en la muerte.

 

En una ocasión uno de mis pacientes ancianos estaba ingresado y le pidió a su hija que me llamara, a lo que ella le dijo: «pero padre, si aquí hay muchos médicos» y entonces él le respondió: «sí hija, pero Manolo es mi médico y hay varias cosas que quiero hablar con él». En otra, en el cementerio de Toreno, acompañando a la familia de mi paciente que había decidido plenamente consciente de ello que quería morir en su casa, la viuda delante de medio pueblo con lágrimas de emoción me dijo: «Manolo, jamás pensé que fuera tan hermoso morirse en paz».

 

Ser médico de familia, comenzando por la propia, es muy hermoso. En su día tuve la inmensa suerte de atender el parto gemelar de mis hijas y, hace cuatro años, la de sedar en sus últimas horas a mi padre con el inmenso consuelo que eso supuso para mi madre y hermanos. He tenido mucha suerte en mi desarrollo profesional, suerte que también he buscado con ahínco y esmero. Es tal la diversificación de nuestra especialidad que aprendí a atender partos, a hacer extracciones dentales, a hacer una tinción de Gram y ponerme detrás de un microscopio o a realizar radiografías; y más allá de la bata blanca y la consulta es una gozada llegar a las casas de las personas a las que sirves o reunirte con los ancianos en el Hogar del Pensionista para hablar de salud.

 

Ser médico de familia es algo así como ser el director de orquesta de la Filarmónica de Berlín; allí hay vientos, pongamos los especialistas quirúrgicos; cuerdas, por ejemplo las especialidades médicas, y percusión, que podría ser la salud mental; pero todo ello debe ir dirigido y armonizado por el director de orquesta «el médico de familia».

 

Cierto que el clarinetista toca mejor el clarinete que el director, o el primer violinista será más virtuoso con el instrumento que el mismo director, y no digamos el que toca los timbales; pero todos ellos están, como decía antes, armonizados por su director. De igual modo, el cirujano tiene unas capacidades que el médico de familia no tiene y el cardiólogo o el psiquiatra lo mismo, pero el que conoce y guía al paciente en todas su dimensiones es él, el médico de familia.

 

Es muy bueno soñar. Yo sueño con contar a todo el mundo que se puede llegar a los 60 años enamorado de la profesión, que esto de dar vida cuando se puede, y consuelo y acompañamiento hasta la muerte cuando no, es fantástico.

 

Al leer esto, algunos de vosotros en período de residencia seguro que ya os habéis planteado cuestiones problemáticas como: la distribución de la jornada en cada año de residencia, las guardias, el número de residentes y staff, la posibilidad de investigar, la docencia, supervisión y formación, la memoria científica y las publicaciones anuales, o la distribución de tareas y las responsabilidades del médico en formación…

 

Quiero deciros que no, que ese no es el camino, que esa es la mejor forma de que «los árboles no te dejen ver el bosque». No os preocupéis tanto por esos 4 años de residencia, sino por los 30-35 que vendrán después, ocuparos en soñar vuestras vidas y poned todo vuestro ser al servicio de esos sueños.

 

Es fundamental tener claro dónde ponemos el foco de nuestra vida, y en este caso concreto de nuestra vida profesional. Yo lo digo bien claro, ni trabajo para la Gerencia Regional de Salud ni para mí mismo, yo trabajo fundamentalmente para aquellos a los que sirvo. Esforzándome, esmerándome, cultivándome para dar un buen servicio, el mejor que esté en mis manos, sin escatimar medios, sin escaqueos, implicándome, «complicándome la existencia», tratando siempre de regalar algo más de lo que está contratado, pactado o tarifado; regalándoles y regalándome un plus de felicidad.

 

A muchos pacientes, hombres y mujeres, niños y ancianos, les he pedido que me regalasen siquiera media sonrisa, generalmente me la regalaron entera y a la vez siguiente no hizo falta pedírsela.

 

Ser feliz en el trabajo no es una utopía. Cierto que nuestra tradición judeocristiana arrastra esa maldición divina del trabajo como castigo en ese «ganarás el pan con el sudor de tu frente» y claro todos huimos del castigo. Veámoslo desde otra perspectiva, la del artista, la de aquel que henchido de gozo y satisfacción contempla su obra. Si un artista puede disfrutar de su obra, sentirse satisfecho de ella, realizarla no solo como un trabajo… ¿Por qué nosotros, profesionales sanitarios, vamos a renunciar a ello? ¿Quién nos puede arrebatar esa gozada del trabajo bien hecho?

Más allá de la pura ciencia, imprescindible cultivarla con tesón, pues sin ella nos convertimos en charlatanes, no queda duda alguna de que el ejercicio de la medicina también es un arte. Así como arte, el trabajo en salud supera todo lo escrito y todo lo normado, donde cada uno pone su sello personal, donde la superación no tiene límites. Desde la auxiliar, en cuyas manos un niño sonríe frente a una vacuna, al cirujano plástico reconstruyendo la cara de un gran quemado, pasando por las manos y la sonrisa de la matrona que a la parturienta anima y da valor.

 

Arte que comunica al médico con su paciente, que identifica a ambos en la consecución de su objetivo común: la salud. Arte que ayuda a sanar y arte que ayuda a «bien morir». Arte que identifica e individualiza a cada médico, arte que le gratifica cuando la ciencia se agota. Arte al servicio de la vida, arte, en fin, que con gran esmero hay que cultivar.

 

Y por último la mística, no la de Teresa de Cepeda y Ahumada (Teresa de Ávila) sino la del trabajo en salud. Dice el diccionario que lo místico es aquello que nace del espíritu, y el espíritu del médico no es otro que el del servicio a la salud; y para el especialista en Medicina Familiar y Comunitaria eso no tiene límites, cada una de nuestras cotidianas sinfonías ha de ser una obra de arte. Repito, reitero, remarco y recalco que ser médico de familia es servir a la persona, a cada persona, en su totalidad, no a su patología.

 

Como cualquier simplificación el ejemplo que pongo puede quedar pobre, pero con excesiva frecuencia esto es así. Expresión del residente en medio hospitalario: «he visto una colecistitis en la 328B». Expresión del residente de medicina familiar y comunitaria en el centro de salud «he visto a la señora Teresa, la madre de Tomás el del estanco, creo que tenía una colecistitis y la he derivado a urgencias».

 

He hablado del trabajo en salud y del ser médico de familia. Ayer releía todo esto y me decía: Manolo, hace 37 años que eres médico y sigues viviendo, pensando y soñando como el día que saliste de la facultad, sigue así que por ahí vas bien.

 

 

 

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